De niño esperaba alegre la navidad porque casi siempre la pasábamos en Lima con los abuelos y toda la familia. La reunión terminaba en una fiesta imborrable de la memoria.
Con mi familia vivíamos en Tingo María, la selva, y cuando en diciembre acabábamos el colegio con buenas o malas notas, mis papás siempre nos daban la sorpresa a mí y mis hermanas mostrándonos los pasajes en Aero Perú para ir a Lima desde la segunda semana de diciembre hasta los primeros días de marzo.
Nos compraban pantalón y polo nuevo para el vuelo, porque dicen que antes se estilaba viajar elegantes o sino con ropa nueva. Ya de universitario hacía mis viajes en short y en ómnibus de ruta.
Siempre esperaba con entusiasmo el viaje en avión porque era una vez al año y me encantaba ver cómo me elevaba y dejar todo chiquito abajo. Una vez, será a mis 5 años, le pregunté a mi mamá a qué hora nos hacemos chiquitos (es que como de de niño no comprendía que los objetos conforme se alejan se hace pequeños ante los ojos, pensaba que los aviones se achicaban una vez que estaban en el cielo).
Y por fin viajábamos. Ese día me levantaba tempranito a bañarme y alistar las últimas cosas. Raquel, mi hermana dormilona que es mi mayor por 11 meses y 23 días, se levantaba como a las 10 a.m. y con la parsimonia de siempre desayunaba su tasa de leche y dos panes con lo que sea. Patricia, mi hermana menor que tenía tres años, pegada a mi mamá siempre. Mi papá en el trabajo y yo desesperado para que pase rápido la hora y por fin estar en Lima de vacaciones. Pasar la Navidad con mi manchón de primos.
Generalmente viajábamos sin mi papá, porque él todavía tenía que trabajar. Una vez sentados, mi mamá nos abrochaba el cinturón de seguridad y por la ventanita le veíamos a mi viejo que se iba caminando a la casa, le hacíamos chau con la mano pero él no nos veía porque de afuera se ven oscuras las ventanitas del avión.
Lo gracioso era que hacíamos competencia con Raquel a ver quién sentía primero el estómago cerca de la boca a la hora que se elevaba el avión, estábamos atentos a los baches cuando pasábamos por la cordillera, buscábamos formas extrañas en las nubes, en fin, esos viajes eran sensacionales.
Al llegar a Lima siempre sentíamos frío, por el aire que corre en ese aeropuerto. Mi mamá nos obligaba a llevar una casaca para ponernos a la hora de pisar suelo limeño, pero yo me sentía avergonzado cuando todos los niños en el aeropuerto estaban en manga corta.
LA FAMILY
Cada que llegaba a Lima, mi primo Carlos, el mayor de los hijos de mi tío Tavo, me recibía cargándome porque era mucho más grande y fuerte que yo (ahora yo lo cargo, sobre todo para llevarlo a su cama cuando se queda dormido en plena chupeta).
Con mi hermana Raquel siempre pensábamos planes de lo que íbamos a hacer en el verano. Lo primero comprar galletitas de munición en la tienda de don José, que quedaba al costado de la casa de mi tío Tavo. Hasta ahora el sabor de esas deliciosas galletas invaden mi paladar cada nostalgia navideña.
Luego era gozar de los abuelos, pedirles que nos cuenten historias, sobre todo aquella de cuando los duendes querían llevarse a uno de mis tíos.
Lo osado era conversar hasta tarde con los primos en la azotea, con esos vientos limeños que te acarician la cara y te mueven el cabello, que son los últimos de la primavera y los primeros del verano. Parte de nuestros planes era que yo contaría los nuevos chistes que aprendí en el año y haría lo que sea para no dormir, porque en esos tiempos era una aventura quedarse conversando hasta por lo menos la una de la mañana, desobedeciendo a los papás y los tíos que a cada rato nos mandaban a dormir.
Con mi primo coco a veces ahorrábamos unos días, de las propinas que nos daban nuestros tíos. Él le compraría un regalo a la abuelita Fernanda porque su mamá, mi tía, falleció con tétano por culpa del médico, al tener su último hijo, mi primo Fidel. Yo le compraría algo a mi mamá.
Lo hicimos solo un año, y con lo que con esfuerzo reunimos alcanzó solo para dos pares de aretes que lo compramos en un mercadito que había al final de la cuadra. La abuela y mi mamá nos dieron el gusto de lucir esos aretes en la fiesta de Navidad en la casa del tío César. Al mes siguiente los aretes ya estaban desgastados y sin color.
A veces llovía el mismo 24. Coco, con el que casi siempre paraba, con la cara más seria que podía me decía que a veces llueve todo el verano en Lima. Eso me ponía triste porque yo soñaba con la playa. Pero mi mamá le desmentía y nuevamente me ponía contento soñando con ir a la playa aunque todavía no sabía nadar.
Mi tío Tavo en ese entonces tenía seis hijos, con ellos pasaba la mayor parte de las vacaciones porque llegábamos a su casa.
Mi tía "Picha" tiene tres hijos, dormir en su casa era otra cosa fascinante porque como la casa era chica en un tercer piso, acomodábamos colchones en el suelo de la sala y ahí dormíamos con mis primos Jessica, Paco y Magali, y mi hermana Raquel, risa y risa con las tonterías que hablábamos Paco y yo. O sino serios escuchando los fascinantes cuentos que nos leía Magali, que ya estaba en la universidad, y nos quedábamos dormidos.
La tía Frida recién había tenido su casa en Lima, en su hogar no era tanta la soltura porque ella y su esposo, el tío David, eran más disciplinados.
Mi tío César tiene tres hijos, de los cuales Kique era y es el más alto de la familia; con él me gustaba andar en su carro porque era osado al manejar y a mí me encantaba eso. En el Volkswagen escarabajo que tenían entrábamos no sé cuantos primos, todos enanos. Nos íbamos a pasear por el centro de Lima. Ellos se aburrían, creo. Pero para Raquel y yo, que veníamos de provincia, era alucinante.
Mis tíos nos llevaban a Polvos Azules o a Scala Gigante a comprarnos nuestros regalos y cada uno escogía el suyo. Por eso nunca crecimos con esas historias de Papa Noel. Siempre supimos que eran los papás, tíos o personas mayores los que nos compran los obsequios.
Además en Tingo María ninguna casa tenía chimenea por donde bajara el viejo barbón, y no nos imaginábamos cómo en tanto calor pudiera venir el viejo con ese abrigote rojo y cagándose de calor.
Ir a la casa del tío Beto era someterse a disciplina castrense porque había que levantarse a las 7ª.m., tomarse una ducha y acompañarle a su recorrido turístico. Como era juez, me hacía conocer todo el Palacio de Justicia, juzgados, etcétera.
LLEGABA EL 24 DE DICIEMBRE
Y por fin llegaba el 24 de diciembre en la noche de mi niñez. Solo una vez lo pasé en Trujillo con mi abuelita Lindaura. Ahí no era tan divertido para nosotros porque todos mis primos eran mayores, salvo toño, que me llevaba algo de siete años. Y como mi tía dueña de la casa era sargento por afición, nuestra hazaña máxima era quedarnos hasta las 11 de la noche jugando monopolio y pobre del que se quejara, nos hacían abandonar el juego y a acostarse por quejón o por dejarse agarrar de tonto. Luego teníamos que estar mudos en la cama hasta que venga el sueño.
Las canciones en Lima eran extrañas porque en Tingo María se escuchaba esa con tono penoso “navidad, navidad, blanca navidad..” pero en Lima, al menos en el barrio, escuchaban esa con tono alegre “Feliz navidad… feliz navidad, próspero año y felicidad”. A nosotros nos costaba acostumbrarnos a esa canción y yo renegaba porque no podía cantarla con los demás primos o vecinos.
El 24, luego de en la tarde jugar fulbito, las escondidas o lingo con los vecinitos de la cuadra, mi mamá y mi tío nos llamaban a todos para bañarnos, y alistarse para la Noche Buena. Entrábamos a la ducha en mancha con mis primos coco, Walter, Julio y Carlos. Fidel, el menor de ellos, todavía vivía en Cajamarca. Yo solo sabía que tengo otro primo pero que vivía en esa ciudad con sus abuelos maternos.
En la ducha jugábamos tonterías, todos calatos hacíamos la guerra de espuma del champú y el que cerraba los ojos no era macho. Pero todo se calmaba cuando a alguien le pasaba electricidad en la llave de la cucha, por efectos de la terma.
De Ingeniería (San Martín de Porres), que era donde vivían los abuelos y la familia de mi tío Tavo, salíamos en una camioneta azul, no recuerdo de quién era, pero esos tiempos todavía podíamos sentarnos atrás todos los niños y enrumbábamos a la casa del tío César, que fue donde pasamos la Navidad ese año.
Los hijos del tío César eran mayores de 18 años pero igual se ponían al final de la larga cola que hacíamos todos los engendros para que nos den la misma cantidad de cuetes a cada uno. Eran dos sartas de cuetecillos, cuatro o cinco de esos que se elevan, unos cuantos silbadores y las famosas luz de bengala que acá las conocen como chispitas.
Antes de las 12 de la noche jugábamos quién eleva más alto la luz de bengala y fue en una de esas que fui corriendo a recoger la mía que había caído a unos metros, y antes de llegar tropecé y caí, con la mano derecha palma arriba, sobre la luz de bengala. En menos de dos segundos sentí que la piel se me achicharró, todos me quedaron mirando la mano, fui donde mi mamá llorando desconsoladamente, todos mis tíos me prestaron atención, me mimaron y me pusieron una crema para la quemadura.
Sentía que la noche se me cagó, pero cuando mi viejo me dijo que si estoy muy grave mejor es que ya no salga a jugar con mis primos. Los imaginé a todos alegres con los cuetes afuera de la casa y dije “ya estoy bien, papá”. “Ah ya, sal a jugar entonces”, me dijo, y fui de nuevo al chongo con mis más de 15 primos y primas.
No pasó ni diez minutos y tuve otro infortunio. No sé para que me agaché al suelo y uno de tres muchachos que pasaban por ahí me pisó sin querer la mano herida y se me revolvió la quemadura. De nuevo a llorar desconsoladamente pero ya no quería entrar a la casa de miedo a que me digan que si estoy grave ya no salga a jugar con los primos. Entonces se me acercaron mis primos mayores Carlos Eduardo (que siempre practicó boxeo) y Kique (que ya medía metro ochenta), ambos recién habían alcanzado la mayoría de edad.
Carlos me preguntó cuántos eran, yo le dije que tres, entonces llamaron al otro Carlos, el mayor de los hijos de mi tío tavo, conocido por ser gallito de pelea. Los tres fueron en busca de los otros tres, para buscar la revancha del primo menor caído y dolido, pero los otros pidieron disculpas, de repente asustados por la talla y la actitud de mis tres camaradas.
Mi mano derecha todavía tiene una cicatriz cuando me caí encima de mi luz de bengala y se me achicarró la piel. Es fea la cicatriz, pero es la huella de una de las navidades más lindas que pasé en mi niñez.
No sé qué cenábamos porque nunca prestaba atención a la cena. ¿Pavo, Lechón, Pollo? No sé y la verdad es que, de repente por eso, dicen que no importa la cena sino el ambiente. Quizás si los adultos pensaríamos como niños, al menos a la hora de la navidad, todo sería más sencillo y alegre. Con tal de compartir, se come lo que sea. Es increíble cómo de niños no pensamos en la cena, solo de adultos tenemos que tener esa maldita costumbre se seguir costumbres (redundancia a propósito) y comer pavo o lechón. ¡Puta adultez!
LOS MAYORES
En la casa estaban todos mis tíos y tías con sus esposos o esposas, divirtiéndose y acompañados de los abuelos, Pancho y Fernanda. El abuelo de rato en rato se tomaba su copa de licor, conversaba con sus hijos y yernos, se metía un bailecito con la abuela y todos les aplaudían. El físico todavía daba para una pieza de cumbia.
La abuela decía que por qué ponen esa canción malcriada delante de tanta criatura. Una tía preguntó ¿Pero qué tiene de malo esa canción, mamá? y la abuela contestó que cómo va a decir tú me enseñas a hacer hijos. Todos se rieron porque la canción Mujer Hilandera decía "tú me enseñas a hacer hilo, yo te enseño a enamorar".
Acabados los cuetes, con mis primos jugábamos no sé a qué cosas, hasta que nos hicieron entrar. No había costumbre de abrir los regalos a las 12 porque ya sabíamos que cosa tenía cada uno, así que no iba a haber emoción.
Antes de acostarnos, la foto del recuerdo. No sé quién nos hizo acomodar a toditos los primos en el mueble, atrás de él y al pie, sentados en la alfombra. Fuimos 18 primos hermanos más Andrés y su hermano, dos muchachos que vivían en la casa del tío César. No todos salen en la foto pero es un cuadro alucinante, un manchón de consanguíneos de distintas edades.
26 años después, todavía existe esa picture.
Luego todos bailaron, tíos con sobrinas y tías con sobrinos, brindando y aplaudiendo por muchas cosas que nos daban bastante felicidad. Los enanos teníamos a disposición bebidas, dulces y comida en abundancia. El ambiente era increíble, todo era unión, paz, armonía, algo difícil de creer en estos tiempos, o quizás difícil de creer en la adultez. Fue una verdadera Navidad.
Mi prima Gladys tocó el piano mientras sus hermanos decían "qué aburrido", uno que otro se bailó una marinera recibiendo el aliento y las palmas de ánimo de toda la familia, todas las caras tenían una sonrisa, todos nos mirábamos con cariño. Yo en un rincón escondiéndome para que nadie me saque a bailar porque me moría de vergüenza.
Cuando ya estaba acostado en un cuarto del segundo piso, cansado de jugar todo el día y pasar una noche muy buena, escuchaba que abajo los adultos cantaban rancheras, conversaban cosas, todos con tono de pasado de copas y mis tías diciendo "vamos ya" y mis tíos diciendo "un rato más".
No recuerdo con cuál de mis primos me acostaron esa noche, porque alcanzábamos hasta tres en una cama grande. Pasaron unos minutos y mi mamá subió a ver si toda la mancha ya estaba en sueños. Pero yo, como de costumbre hasta ahora, demoraba en dormir y todavía estaba despierto.
-¿Todavía no te duermes?- me preguntó mi mamá.
- No, mami, no tengo sueño.
-Mejor te apago la luz, así el sueño viene más rápido, ¿ya?
-Bueno, mami, como digas.
-¿Te gustó la Navidad con tus primos?
-Sí, mami- respondí con una sonrisa enorme -hay que venir todos los años, pero tienen que darnos más cuetes-.
-Ya pero si prometes no quemarte la mano de nuevo. Ahora apagaré la luz y duérmete, ¿ya?
Ya, mami, y hay que ir a la playa antes de año nuevo, ¿ya?
Mi mamá me dio un guiño afirmando mi propuesta. Apagó la luz mientras salía del cuarto y al rato me quedé dormido. Desperté a la mañana siguiente y no recuerdo qué hicimos.
El tiempo pasó rápido en esas vacaciones y regresamos a Tingo María. Al año siguiente les fue mal económicamente a mis viejos y no pudimos regresar a Lima.
Pasaron los años y los abuelos murieron. Primero el abuelo de cáncer al estómago. La abuela, que tanto lo amaba, quedó mal de la presión y al cabo de pocos años, una mañana se desplomó repentinamente y no se levantó nunca más.
Algunos de mis primos y mi hermana se fueron a vivir al extranjero. No sé cuándo fue que todos nos hicimos adultos y ya nunca más regresó esa navidad que tuve a mis siete u ocho años. No volví a tener una Noche Buena con tanta felicidad como aquella que pasé con todos mis tíos, primos y abuelos.
Con razón dicen que la navidad es para los niños.